Si estás buscando lugares para visitar en España, toma tu tiempo y organízate. Porque el reto es colosal. España es uno de los países con más patrimonio y diversidad del mundo por lo que un listado de sitios con encanto de España necesitaría muchos posts como este. Dejando al margen las grandes capitales turísticas (Barcelona, Sevilla, Córdoba, Granada, Toledo, Ávila, Madrid...), que llenarían por sí solas la lista, he seleccionado otro medio centenar de destinos en España más pequeños, ya sean urbanos o de naturaleza. Para cuando te asalte la duda de qué visitar en España.
Publicado por Paco Nadal el 04 de febrero de 2021.
Dos ciudades monumentales que por su cercanía y similitud histórica parecen ir siempre juntas. Úbeda y Baeza, como si fueran una misma. Pero son diferentes, cada una con su particularidad. Úbeda gira en torno a la plaza de Vázquez Molina; Baeza, a la plaza de Santa María y la catedral. Ambas pueden reclamar ser la cuna del renacimiento andaluz, ya que juntas suman la mayor concentración de palacios e iglesias de este periodo histórico que se pueda imaginar. Una apabullante oferta que llevó a la UNESCO a reconocerlas a las dos juntas como Patrimonio de la Humanidad en 2003.
Alájar, una postal sacada de un libro de grabados costumbristas, es uno de los pueblos más bonitos de la sierra de Aracena. El deleite de las calles prietas y estrechas que parecen confabularse para impedir el paso de los rayos del sol. La mejor vista del pueblo se obtiene desde la Peña de Arias Montano, un promontorio de toba caliza que domina el casco urbano y la gran mancha de bosque mediterráneo que lo rodea. Sobre ella se ha construido un mirador y una ermita. Miles de onubenses peregrinan cada 8 de septiembre a esta peña durante la romería de la Virgen de los Ángeles, la más famosa de Aracena.
Una ciudad monumental enriscada en un tajo y ensalzada por las mejores plumas de la literatura mundial. Pocas ciudades gozan de un emplazamiento tan soberbio como esta, partida por la cicatriz de un tajo en la roca y cosida después por dos puentes del mismo color que la montaña, como grapas de piedra que evitan que la ciudad nueva y la vieja —la Madinat Arunda nazarí y la urbe moderna renacentista y barroca— se desliguen. Ronda es cuna del toreo y villa señorial de múltiples palacios e iglesias. Por eso casi todos los paseos urbanos empiezan en su famosa plaza de toros, una de las más antiguas y bonitas de España, ligada a la Real Maestranza de Caballería de Ronda.
Es el mejor y más extenso ejemplo de bosque mediterráneo del sur de Europa. Una cubierta de encinas, alcornoques y acebuches, la versión más genuina de la cubierta vegetal primigenia que un día cubrió la cuenca mediterránea. Se extiende a lo largo de 170.000 hectáreas de terreno montañoso sobre las sierras del Aljibe y del campo de Gibraltar, al sur de la provincia de Cádiz. Aunque hay carreteras que cruzan el parque, la mejor manera de descubrirlo y apreciarlo es calzarse la botas y caminar por los muchos senderos señalizados. Es la única manera, por ejemplo, de llegar a los canutos, gargantas estrechas de las cabeceras de ríos y arroyos colonizadas por vegetación riparia, consideradas las zonas de mayor valor botánico del parque. O de subir a la cima del pico Aljibe (1.92mts.) y deleitarte desde allí con la vista de la última selva del sur del continente. Sin duda, es uno de los 10 mejores parques naturales de Andalucía.
Un epítome del genuino urbanismo andaluz pasado por el tamiz histórico de romanos y musulmanes. A Carmona se suele entrar por la puerta de Sevilla que, más que un arco, es un libro de historia donde ya se palpa la raigambre de la villa. La ventaja de Carmona frente a otras ciudades monumentales sevillanas es que conserva una unicidad intramuros perdido en otros lugares. Cruzas la ciudad por el eje principal, que corresponde al Cardo Máximo romano, y te sumerges en un mundo blanco de cal donde se suceden las callejuelas frescas, las fachadas revocadas, las iglesias, los conventos, los palacetes y los escondrijos urbanos donde igual aparece una ventana enrejada y cuajada de flores que una capillita de azulejos o un portón adovelado sujetando el blasón de la familia.
No hay vista más hermosa de los Pirineos que la que el viajero se topa de frente cuando llega a Torla. En la última curva del camino, Torla, encaramada a un risco, recorta su silueta como en un montaje escénico sobre las Fajas del Mallo del valle de Ordesa. Todo es perfecto en la toma: el campanario en el lugar preciso de la composición, los tejados de pizarra negra contrastando con el blanco de la nieve, el perfil quebrado de las fachadas de piedra y madera, un trocito de cielo azul para alegrar el cromatismo, la montaña comida a bocados por los glaciares… Ordesa es un santuario de la biodiversidad pirenaica protegido desde 1918 como parque nacional. Espesos bosques de hayas, más de 65 especies distintas de aves y 32 de mamíferos, restos de glaciares, picos que se elevan por encima de los 3.000 metros. La joya de los Pirineos. Y es, sin duda, una de las mejores excursiones por la provincia de Huesca.
Encerrado en un anillo de murallas de color arcilloso que le confieren una estampa característica, Albarracín sigue siendo «una de las ciudades más bonitas de España», como la definiera Azorín. Es también uno de los pueblos más turísticos y fotografiados, lo que quiere decir que en días punta una riada de turistas recorren sus estrechos viales. Pero aún así sus calles no han perdido un ápice de aquel escenario musulmán, renacentista y barroco que las hicieron famosas. Lo habitual es deambular arriba y abajo por el Portal de Molina, la arteria principal y comercial del pueblo; deleitarse con las fachadas rojizas de las casas vencidas hacia fuera; llegar a la plaza Mayor y fotografiarse ante las balconadas y soportales que circundan su irregular perímetro; visitar el Ayuntamiento renacentista, y luego seguir hasta la catedral, sede episcopal desde el siglo XII hasta 1850, que conserva un soberbio retablo Mayor del siglo XVI. Albarracín es uno de los 10 sitios que ver de la provincia de Teruel.
La Alhambra en Zaragoza. Eso piensan los viajeros primerizos cuando entran a este palacio musulmán situado en pleno centro de la capital aragonesa y se quedan estupefactos al ver esas arquerías de yesos, esos estanques llenos de fuentes y flores y esos salones forrados en mármol tan lejos de Al-Andalus. Pero es que el poder musulmán también llegó hasta Zaragoza y la Aljafería es el mejor palacio que nos ha quedado de aquella época en Aragón. Se conserva aún buena parte del primitivo edificio que sigue la tipología constructiva de los palacios omeyas del desierto. En torno a un gran patio rectangular a cielo abierto con una alberca se abren pabellones con arquerías mixtilíneas y polilobuladas que se multiplican como en un decorado teatral para crear una falsa impresión de profundidad. Se conserva incluso el mihrab (oratorio) del pórtico norte. En la actualidad acoge a las Cortes de Aragón.
Las casas de Cudillero se descuelgan por una empinada ladera como si las hubieran cosido a la montaña. Por sus calles no se camina, se escala. La exigua rada de este puerto, que desde el siglo XV mantuvo una de las más importantes flotas balleneras del Cantábrico, obligo a aguzar el ingenio a la hora de encontrar espacio disponible. A cambio, la estampa vertical de Cudillero, el pueblo turístico más famosos de la costa astur, es de un recogido y encantador que enamora a todo el que llega hasta aquí, sobre todo cuando lo descubres por primera vez desde el puerto y al atardecer, cuando el juego de luces naturales y artificiales magnifica sus encantos. Entre las humildes casas de pescadores despuntan otras construcciones más sólidas, como la iglesia de San Pedro, el patrón de la Villa, a escasos metros del puerto, o la capilla del Humilladero, la construcción más antigua del pueblo (siglo XIII). Un rincón de Asturias que te enamorará.
Las playas que rodean Llanes son fotogénicas y variadas como un plató de Hollywwod. Escenarios irreales como la de Toró, donde rocas puntiagudas salpican su frente de arena como si hubieran sembrado minas para evitar un desembarco. Playas urbanas y resguardadas, como la del Sablón. O naturales e interminables en marea baja, como la de La Franca. Rodeadas de acantilados y bufones, como la de Aguamía, la más occidental de todas. Apartadas y frecuentadas por nudistas, como la de San Martín, o más familiares y concurridas como las de Barro y Sorraos. Aunque quizá mi favorita sea la playa de Ballota vista desde el mirador de la Boriza. La ruta 'Llanes de cine', montada por el Ayuntamiento, lleva ha escenarios llaniscos donde se han rodado películas, series de televisión y cortometrajes. Estas son mis 14 playas favoritas de Asturias.
Somiedo es la porción de la montaña astur más aislada, pura y agreste. Un territorio fronterizo entre Asturias y León, con grandes desniveles, alejado de las principales rutas comerciales, mal comunicado secularmente, que aún hoy tiene la menor densidad de población del Principado y en el que han pervivido formas de vida ancestrales perdidas ya en otros valles vaqueiros. Razones sobradas para que se haya convertido en el icono de los parques naturales cantábricos. Cuando se entra por el sur, desde León por el alto de la Farrapona, lo primero que se ve es el valle lateral de Saliencia con la característica forma en U de los valles glaciares. No parece que estés en la civilizada Europa, sino en un territorio aún por explorar. Los lagos de la Cueva, de Calabazosa o Cerveriz forman uno de los mayores conjuntos lacustres de la Cordillera Cantábrica, restos del glaciar que hace 10.000 años cubrían este valle y por donde discurren numerosas rutas senderistas.
La Dalt Vila es el verdadero corazón de Ibiza, el peñón rocoso donde se asentaron todas las culturas que habitaron la isla blanca. El recinto amurallado presenta varias puertas, pero lo normal es entrar por el Portal de Ses Taules, el cordón umbilical entre la vieja y la nueva Ibiza. Junto a la puerta se instala a diario el mercado de las verduras, bajo un templete neoclásico construido en 1872 a modo de templo griego. Tras Ses Taules aparece la plaza de la Vila, el nudo urbano en el que se atan la infinidad de callejones, escalinatas y cuestas que forman el casco viejo ibicenco. Estas calles, llenas de tipismo, fueron antaño el lugar más seguro de la isla para protegerse contra los ataques de piratas e invasores. Hoy, sin embargo, son una sucesión de bares, tiendas y negocios relacionados con la moda ibicenca.
Deià es uno de los enclaves más pintorescos del norte de Mallorca. Su silueta perfecta en un entorno perfecto la han hecho objeto de todos los deseos, pero por fortuna la presión inmobiliaria que destrozó otras zonas de la isla no pudo con el Deià auténtico. Uno de los que más luchó por conservarla fue el escritor y poeta británico Robert Graves, que llegó aquí en los años 20 y se enamoró del lugar. Graves se convirtió en vecino de Deià y en uno de los grandes mecenas en la lucha por conservar al pueblo con su imagen actual. Una imagen de pueblo de piedra desperdigado en un valle de la costa norte mallorquina donde se hacen patentes todas las esencias y los tópicos mediterráneos. Los cubos de piedra y cal de sus fachadas se desparraman por la ladera, mientras olivos, palmeras y limoneros festonean de verde el ocre de las montañas. Robert Graves vivió 50 años retirado en este apartado rincón de la Tramuntana, consagrado a escribir y a conservar la esencia de una arquitectura tradicional que se ha perdido en otras muchas zonas de la isla.
Nada define mejor la imagen de Formentera que un mar transparente y templado y un cielo azul impoluto. Como suele ocurrir en S’Espalmador, un islote llano y arenoso, cubierto de dunas y sabinas, que prolonga Formentera más allá de la barra arenosa de Punta Trocadors, al norte de la isla. La isla es privada y pertenece desde hace 80 años a una misma familia, pero está permitida la visita a sus bellísimas playas, donde el agua es color azul y verde malaquita y el mar tan dócil que el bañista cree flotar suspendido en el aire. S’Espalmador es uno de los últimos vestigios de naturaleza balear no alterada por el hombre. Los fondos marinos que rodean la isla, que se pueden disfrutar con unas gafas y un tubo, son amplias praderas de posidonea, roquedos oscuros, interminables arenales verdeazulados… Una orgía de colores que enamora a cientos de aficionados a la vela que buscan el resguardo de la isla con sus barquitos en cuanto llega el buen tiempo, o a los visitantes de día que llegan a bañarse en el barco que sale desde el puerto de la Savina. Al otro lado del canal, en la punta norte de la isla, está la playa de Ses Illetes, una flecha de arena que subyuga por sus colores y su grado de conservación. Una pasarela de madera evita tener que pisar las dunas. La vista se pierda en la luminosidad del Mediterráneo; y la imaginación, en la película Lucía y el sexo que Julio Medem rodó aquí. Una estampa preciosa de las islas Baleares.
Maspalomas es uno de los paisajes más fascinantes de todo el archipiélago canario. El efecto pantalla que provocan las altas cumbres de la isla de Gran Canaria provocó que el sur quedara sumido en un clima árido, casi desértico. Son las dunas de Maspalomas, un trocito del Sáhara varado en tierra canaria. Sucesivos procesos de glaciación hicieron aumentar y disminuir el nivel del mar y con ello se formaron diversas terrazas fluviales. Mucho después, al retirarse de nuevo el mar, esa arena quedó al descubierto y el viento la fue lanzando tierra adentro, favorecido por el clima seco del sur de la isla. Así fue como nacieron esos grandes campos de dunas que modelan un mar de belleza inaudita, acosado de cerca por las urbanizaciones turísticas de la playa del Inglés, sí, pero salvado afortunadamente del desastre en 1982 gracias a su declaración como Reserva Natural Especial.
El Hierro es una isla vertical, en la que los volcanes modelaron laderas cortadas a pico. Nada mejor para visitarla que una ruta por los miradores naturales que dejaron las escorias y las lavas. El más famoso de todos está en la carretera vieja de Valverde a Frontera. Es el Mirador de la Peña, en el que César Manrique levantó, o más bien enmascaró, una construcción de piedra volcánica. Otro impactante balcón es el mirador de Jinama sobre el valle de El Golfo, sumido siempre en esa humedad verde y melancólica con la que los alisios impregan la roca herreña. El mirador de Tanajara queda cerca de El Pinar. Una atalaya perfecta para disfrutar de los atardeceres sobre los pinares que han dado nombre a la localidad. Y poco antes de la aldea de Isora encontraremos el mirador de Las Playas, uno de los más soberbios de la isla, con una pared negra de mil metros de desnivel que cierra la vertiente oriental de esta isla-everest.
Si las Cañadas del Teide acogen el pico más alto de España, el parque nacional de Timanfaya, en Lanzarote, ofrece uno de los mejores muestrarios de vulcanismo de todo el Estado. Un trozo de tierra reciente —producto de erupciones datadas entre 1730 a 1736— donde se concentran conos, chimeneas, cráteres, lajiales, jameos y mares de lava petrificada en una sensacional escenificación de la magia del fuego creador, de la colosal fuerza compositora de las entrañas del universo contemplada casi en directo. Timanfaya ocupa unos 50 kilómetros cuadrados al suroeste de la isla, entre los municipios de Yaiza y Tinajo. Se contabilizan más de 25 conos volcánicos, algunos tan emblemáticos como la Montaña de Fuego, la Montaña Rajada o la Caldera del Corazoncillo. Un paisaje soberbio, tan desolador como bello, creado por la magia de Vulcano. Se calcula que la temperatura del subsuelo de Timanfaya es de unos 600 grados a 13 metros de profundidad. En este otro post te cuento cómo hacer el Camino Natural de Lanzarote.
El Parque Nacional de la Caldera de Taburiente corona la isla de La Palma con su gigantesco embudo de piedra. El origen de este espectacular accidente geográfico es aún confuso. La versión más extendida sostiene que una serie de volcanes submarinos levantaron La Palma hasta unos 3.000 metros de altitud y, más tarde, la erosión del agua y los hundimientos geológicos fueron excavando este formidable cráter hasta formar un abismo de vértigo. Los visitantes lo recorren por un sendero aéreo que bordea su cima o por otro que se interna desde el mar hacia la espesura de sus profundidades por el barranco de las Angustias. Mientras arriba, en la cresta, todo es negra y desnuda roca volcánica, abajo, en el barranco, un manto casi tropical formado por pinos canarios, beleques, helechos, cedros, tajinastes y otros endemismos pone una nota de verdor entre el monótono color de la lava. Si te interesa el senderismo, puedes animarte, además, a hacer alguno de los Caminos Naturales de La Palma.
Tudanca es un pueblo precioso, pero no un decorado de cartón piedra. Es un lugar vivo que exhibe con orgullo su arquitectura montañesa, da igual que sean humildes cuadras o hidalgas casonas blasonadas. Estirándose hacia abajo, en una ladera del Nansa, encontramos los huertos rodeados de muros de piedra, las bajeras que huelen a picón y a estiércol y las macetas que adornan ventanas de sillería en una estampa de «paz solemne», como las definiera Unamuno. Por el pueblo han pasado algunas de las mejores plumas de la literatura nacional: Giner de los Ríos, Gerardo Diego, el propio Unamuno o Alberti, invitados todos ellos por el escritor José María de Cossío, que encontró en una casona del siglo XVIII de Tudanca el lugar ideal para albergar su biblioteca y también sus soledades. Hoy la casa es un museo y una biblioteca dependientes de la Diputación. Sin duda, uno de los sitios que ver en Cantabria.
Liébana es una comarca singular, un remanso de paz aislado por altas cumbres cuyo único acceso natural fue siempre el desfiladero de La Hermida, otra garganta oscura y húmeda, taladrada en este caso por el río Deva, a la que Benito Pérez Galdós llamó el esófago de La Hermida, porque «al pasarlo se siente uno tragado por la tierra». Liébana la forman cuatro valles —Espinama, Cabezón de Liébana, Vega de Liébana y el propio desfiladero de la Hermida— enquistados con calzador entre las cumbres imponentes de los macizos Central y Oriental de los Picos de Europa. Los cuatro desaguan en Potes, la capital y núcleo principal de la comarca, uno de los pueblos más encantadores de la serranía. La curiosa morfología de los valles de Liébana —estrechos y embutidos entre los paredones gigantescos de la cordillera Cantábrica y los Picos de Europa— y la cercanía del mar le confieren un microclima tibio que permite cultivar naranjos, vides, trigo y granados en los valles, mientras en las cumbres, a 2.500 metros de altura, se acumulan las nevadas. Tienes más información en Potes y Liébana, la Cantabria aislada por montañas que te enamorará.
La cita te viene a la cabeza nada más verlos: «… porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o poco más desaforados gigantes con quien pienso hacer batalla». Pero no son gigantes, sino molinos, como bien advertía el bueno de Sancho. Los diez molinos de viento de Campo de Criptana (Ciudad Real) se alzan sobre un cerro como gigantes de la historia, monumentos vivos de nuestro pasado industrial. De los diez, tres conservan la maquinaria original del siglo XVI. Los otros siete son museos de lo más variopinto: de labranza, de pintura, del poeta Vicente Huidobro e, incluso, de la mismísima Sara Montiel, Hija Predilecta de Campo de Criptana. Varios fueron reconstruidos con la ayuda de países latinoamericanos. En Consuegra (Toledo), otros doce molinos similares componen sobre el cerro Calderico una de las estampas más sugerentes del paisaje manchego.
Para visitar este pueblo serrano hay que dejar el coche al otro lado del puente que salva el Júcar y adentrarse a pie en una de esas ciudades laberínticas que ha sabido conservar su legado histórico y, sobre todo, su urbanismo medieval. Alcalá de Júcar no es lugar de grandes monumentos ni de edificios singulares. Todo lo contrario. Su encanto radica en lo sencillo, en lo popular; en su estampa encaramada sobre la hoz del río Júcar, en uno de los rincones más puros y más desconocidos de la comarca de La Manchuela. Tiene restos de un castillo de origen árabe, una iglesia barroca, como todos. Sus apenas 700 habitantes se han dedicado siempre a la agricultura, pero ese invento llamado turismo rural ha transformado el pueblo: docenas de visitantes llegan cada fin de semana en busca de sus agrestes alrededores y de actividades en los dos ríos de aguas limpias del entorno: el propio Júcar y el Cabriel.
Con su esbelto tronco blanquecino y su copa ovalada formando tupidas manchas verdes en verano, el haya es un personaje habitual en los bosques atlánticos de la península. Pero su afición por los ambientes húmedos y suaves y su terror visceral a los veranos muy secos limitan drásticamente su difusión hacia el sur. Por eso resulta tan especial este hayedo de la sierra guadalajareña de Ayllón, donde gracias a las características especiales de los valles de los río Lillas y Zarzas, un grupo de hayas encontró el cobijo necesario para formar un magnífico bosque en una zona demasiado meridional para sus costumbres. Una senda de carretas se interna por la orilla del Lillas y permite sumergirse en el húmedo y oscuro ambiente de un hayedo centenario que estuvo a punto de desaparecer por la tala excesiva, pero que hoy, gracias a la protección como parque natural de Tejera Negra, se recupera a buen ritmo de las heridas del hacha.
Nada tienen que ver los parajes verdes y húmedos de la serranía de Cuenca con los tópicos de la llanura manchega, imaginada siempre como eterna planicie de secano. La serranía de Cuenca es un vasto conjunto de montañas y densos pinares que cubre el tercio noreste de la provincia. Un territorio con rigurosas condiciones climáticas que siempre frenaron la penetración del hombre. En su interior hay varios pueblos interesantes: Priego de Cuenca, majestuosa sobre un cantil de roca, convertida en puerta de transición entre la Alcarría y la Serranía de Cuenca. Beteta, a la que se accede por una de las hoces más altivas y cerradas de la sierra. O Tragacete, paso obligado para ir al nacimiento del río Cuervo, otro de los emblemas de la naturaleza conquense, que ve la luz a través de un conjunto de verdes y hermosas cascadas de agua cristalina que se deslizaban sobre toba caliza.
La historia de este pueblo burgalés está ligada a la de la infanta doña Urraca, nieta del conde Fernán González, que fue abadesa y dueña de la localidad durante el siglo XI. Mucho ha cambiado la ciudad desde aquellas fechas, pero la armonía de sus calles y la agradable uniformidad de la arquitectura castellana que lucen sus viviendas siguen atrayendo a viajeros de todas las procedencias. Es el mismo encanto que cautivó a los nobles, obispos y monarcas medievales que levantaron en Covarrubias bellas mansiones solariegas. La mayoría de ellas se asoman a la plaza de Doña Urraca, donde antes o después confluyen todas las sendas urbanas que dan vida a la ciudad. Otro punto de interés es el Torreón, la construcción más famosa de Covarrubias. Pertenece a la antigua muralla medieval y según la tradición en él fue emparedada viva la pobre doña Urraca. A sus pies, un rollo jurisdiccional recuerda la independencia civil y jurídica de la ciudad.
Gredos es la cadena montañosa más elevada del Sistema Central. La gran barrera de piedra que hace de frontera natural entre las llanuras extremeñas y la meseta castellana. Un paso obligado de vías trashumantes y de rutas comerciales, como la que circula por el puerto del Pico, donde luego los romanos trazaron una calzada enlosada que es hoy una de las mejor conservadas de España. Su altitud media, unida a su situación geográfica, permite la existencia de una variada gama de vegetación, desde el bosque mediterráneo en los valles a los prados alpinos en las cumbres. Por encima de 1.700 metros, Gredos es un reino de piedra donde solo piornales y enebros chaparros son capaces de colonizar las formas redondeadas del granito. La cabra montés, de la que existen más de 3.000 ejemplares, es el símbolo de la fauna de Gredos. También abunda el zorro, el jabalí, el tejón, la gineta y, en menor medida, el lince y el gato montés. El río Tiétar marca la frontera sur de Gredos, mientras que la norte, la más frecuentada por senderistas y montañeros, está drenada por los cauces del Alberche y del Tormes. Navarredonda de Gredos y Hoyos del Espino son los dos centros de servicios de esta cara norte. Por el lado sur una de las excursiones clásicas es la que sube hasta el refugio Victory y los Galayos. El refugio es una cabaña de piedra inaugurada en 1949 al pie de unas espectaculares agujas graníticas conocidas como el Galayar o los Galayos.
Durante siglos, los ríos castellanos han horadado sobre la superficie de la meseta profundos y sinuosos cañones llamados hoces. Uno de los más llamativos y espectaculares de toda Castilla y León es el del río Lobos, en la provincia de Soria, un prodigio de la naturaleza, con cientos de pináculos, farallones, meandros y grutas. Una senda que parte desde la ermita de San Bartolomé permite recorrer el fondo del cañón hasta el puente de los Siete Ojos disfrutando de los nenúfares que tapizan las pozas y de las docenas de buitres que vigilan desde lo alto de los roquedos. A la entrada del cañón queda El Burgo de Osma, una de las ciudades históricas y monumentales de Soria. El casco histórico gira en torno a la catedral (El Burgo es sede episcopal), el palacio del obispo, las murallas y sus muchas iglesias.
Las Médulas es uno de los paisajes más sorprendentes de León. Unas antiguas minas de oro romanas donde la acción combinada del hombre y de la naturaleza creó un paisaje irreal de pináculos y montañas rojizas tapizadas por un extenso bosque de castaños. Un caos medioambiental lleno de armonía. Hay que subir hasta el mirador de Orellana, el último punto al que se puede acceder en coche y luego caminar los últimos 600 metros a pie, antes de que el sol desaparezca por el horizonte. Cuando te asomas por fin a la barandilla del mirador, el espectáculo que se despliega ante tus ojos es único e irrepetible. La vista panorámica de Las Médulas supera cualquier postal o foto vista con anterioridad. Los túneles con los que los romanos horadaron la montaña cedieron, hundiendo unas zonas de terreno y dejando otras elevadas, con paredes verticales de arcilla rojiza, como lienzos de arpillera. El cromatismo de esas tierras ocres y bermellones resalta aún más el verdor del bosque de castaños que cubre todo el plano horizontal. Te aconsejo ir al atardecer, cuando los últimos rayos del sol se acuestan sobre las arcillas encarnadas e incendian el escenario.
El hechizo de la soledad crea paisajes subyugantes. Si comparten además la seducción de lo extremo, el escenario deja de ser un mero accidente geográfico para convertirse en un referente literario. En el Cap de Creus, ese amalgama de peñascos negros donde acaban —o empiezan— los Pirineos, se mezclan todos estos ingredientes –la magia de lo yermo, la fascinación de lo lejano, el enigma de lo tortuoso– para componer uno de los paisajes más fascinantes del Mediterráneo. Una estrecha carretera asfaltada que viene desde Cadaqués serpentea por oscuros promontorios, que le dan un aspecto más parecido a un paisaje lunar que terrestre, hasta llegar al faro. No hay grandes alturas en el cabo, pero todos sus cantiles y calas son dignas de una película de misterio, una sensación amplificada por la casi constante presencia de ese viento frío e impetuoso que cuando llega barre lo que se pone a su paso. Es costumbre venir aquí la madrugada de Año Nuevo, pues este es el sitio por donde primero sale el sol de toda la península ibérica.
Una serie de campanarios altivos y estilizados han convertido al valle de Boí, en la Alta Ribagorza, en uno de los mejores conjuntos románicos de Europa, declarado Patrimonio de la Humanidad. Los seis pisos de altura de sus torres, visibles desde cualquier ángulo del valle, son aún hoy día un desafío a las leyes de la gravedad y una exaltación de la fe en Dios y del poderío del hombre sobre la tierra para las gentes de aquella época. El valle cuenta con 11 iglesias de especial singularidad más otras ermitas y templos de interés. La estrella es, sin duda, Sant Climent de Taüll, cuya torre exenta, de seis pisos de altura, se ha convertido en el emblema de Boí: por increíble que parezca fue inaugurada en 1123. Sant Climent se encuentra a la entrada de la pequeña localidad de Taüll. A la misma vez que se construía Sant Climent a las afueras de Taüll, se levantaba en el centro del pueblo otro templo casi idéntico, el Santa María. De hecho, ambos se consagraron con un día de diferencia. Santa María sobresale sobre los tejados negros de Taüll como un vigía del valle que anuncia a los cuatro vientos la vivencia del arte románico en este remoto punto del Pirineo leridano.
Es uno de los grandes monasterios fortificados cistercienses y uno de los grandes centros de poder y cultura de Cataluña, desde tiempos de Ramón Berenguer, y panteón real de los monarcas aragoneses. El monasterio de Poblet fue fundado en las cercanías de Montblanc en el siglo XII. Aún conserva todo el perímetro de recias murallas, así como la importante biblioteca, varios claustros decorados con delicadas volutas, un retablo mayor de alabastro tallado en el siglo XVI y la sala capitular con las tumbas de 11 abades. El monasterio sufrió graves daños tras la Desamortización de Mendizábal y hubo que acometer costosas y lentas reparaciones para devolverle su monumentalidad. Está declarado Patrimonio de la Humanidad.
Cardona es una de las grandes ciudades históricas del interior de Cataluña. Una apacible localidad de 5.000 habitantes en la comarca barcelonesa del Bages fuera del cualquier ruta turística y ligada a dos elementos: el castillo y la sal. La fortaleza de Cardona es soberbia y fácil de distinguir a lo lejos, sobre lo alto del cerro que domina la comarca. Fue construida en el siglo X por el vizconde de Osona, un señor feudal cuya familia rigió la vida de la comarca durante 500 años. Siempre fue uno de los baluartes más inexpugnables de la corona aragonesa; de hecho, fue la última plaza catalana que se rindió en la guerra de Sucesión. Hoy se ha reconvertido en un estupendo parador de turismo. Entre sus muros se conserva también la colegiata de Sant Vicenç, un bello ejemplo de románico lombardo y uno de los primeros templos de esta corriente arquitectónica en Cataluña. Cardona, la ciudad y el castillo, están construidos sobre una gigantesca bolsa de sal que ha sido el motor de la economía local hasta la década de los noventa. Cuando la caída de los precios provocó el cierre paulatino de la mina, se pensó en reutilizar las instalaciones con fines turísticos. Nacía así el Complejo Turístico de la Montaña de Sal: galerías, pasadizos, bóvedas y pozos excavados por el hombre a más de 80 metros de profundidad forman un curioso mundo subterráneo lleno de irisaciones rosáceas y tornasoladas. Se exhibe también un pequeño museo con la maquinaria que accionaba el pozo y daba servicio a las galerías.
Alguien la definió como la 'Roma hispana', un término un tanto pomposo. Aunque bien pensado, Emérita Augusta, antigua capital de la Lusitania, actual capital de Extremadura, tiene elementos suficientes para considerarse, si no una Roma en miniatura, al menos una de las grandes ciudades europeas de la Antigüedad. Fue mandada construir por el emperador Augusto a orillas del Guadiana en el año 25 a. C. para darles tierra y hogar a los legionarios licenciados (eméritos, de ahí el nombre de la localidad) que habían luchado en las campañas del norte contra cántabros y astures. Una de las primeras construcciones de la ciudad fue el soberbio puente sobre el Guadiana mediante 60 arcos, y cuya solidez y elegancia aún hoy impresionan. A quienes deambulan por las calles blancas y soleadas del centro urbano le asalta en cada rincón, en cada esquina, una evidencia de aquella civilización que sentó las bases del mundo moderno: una columna, un miliario, un trozo de foro… Uno de los más sorprendentes es el templo de Diana, un gran recinto religioso que ha llegado bastante intacto hasta nuestros días porque una familia noble de la ciudad construyó en el siglo XV una mansión palaciega aprovechando lo que quedaba del viejo templo.
Pocos valles tienen una relación tan directa con una flor y con un color. El Jerte es blanco, blanco de los cerezos en flor. Pero aunque no se vaya en esas efímeras y concretas fechas, cuando los miles de cerezos del valle lo cubren de una especie de nieve primaveral, el Jerte sigue siendo igual de atractivo. Plasencia, con sus dos catedrales, es la puerta de entrada al valle. Desde allí se va remontando el cauce hacia el puerto de Tornavacas, dejando a ambos lados pueblos blancos, dedicados desde siempre a la agricultura, la ganadería y la recogida de madera y castañas: Piornal, Navaconcejo, Cabezuela del Valle… lugares donde a pesar de los desmanes, la arquitectura tradicional ha sobrevivido al desarrollo. En el paraje protegido de la Garganta de los Infiernos hay pozas y saltos de aguas limpias donde refrescarse en verano.
Esta ciudad monumental cacereña ha pasado a la historia por su más célebre paisano, Francisco de Pizarro, un cabrero que terminó metido a conquistador del Nuevo Mundo. Pero sin necesidad de la ayuda de su vecino universal, quien por cierto está inmortalizado en una gran estatua ecuestre en la plaza Mayor, Trujillo tiene encantos suficientes para una visita. Su casco histórico es un catálogo acorde a su dilatada historia dentro del Reino de Castilla. Sus muchos palacios (de los Orellana-Pizarro, de los Duques de San Carlos, del Marquesado de Piedras Albas, la casa fuerte de los Altamirano, el palacio de Chaves), sus muchas iglesias, el viejo castillo, los restos de murallas… son fruto de las riquezas que llegaron del otro lado del Atlántico. Por cierto, aquí nació también Francisco de Orellana, primer europeo que vio el Amazonas.
As Catedrais, como se dice en gallego, es una extensión de arena blanca de donde emergen grandes formaciones geológicas que forman arcadas, cavernas, pasillos y espacios cerrados. Para disfrutar al cien por cien de este laberinto de roca hay que acercarse cuando la marea está baja. Es el mejor momento para pasear bajo estos inmensos túneles esculpidos palmo a palmo por las agitadas aguas del Cantábrico en los acantilados de la Mariña lucense, entre Foz y Ribadeo. Es habitual encontrarse con autobuses cargados de excursionistas que se acercan hasta esta obra maestra del mar para pasear y de paso mojar sus pies en aguas sagradas. Es parte de su leyenda y hay que cumplir con el ritual. Dispone de merendero, duchas y un restaurante donde comer, cenar o refugiarse los días de lluvia.
Esta ruta en torno al río Sil toma el nombre de los muchos cenobios que hubo en las ribeiras de este río galaico-leonés. Aún hoy se contabilizan en la zona 18 monasterios medievales. La Ribeira Sacra sirve para descubrir una Galicia rural de paisajes grandiosos y escarpados, la Galicia de interior. Por la orilla meridional del Sil y hasta la confluencia con el Miño van apareciendo lugares cargados de historia como San Pedro de Rocas, el santuario eremítico más antiguo de Galicia, o el monasterio de Santa María de Montederramo, en cuyo documento fundacional (siglo XII) ya se habla de la Rivoira Sacrata. Otro de los de visita obligada es el monasterio de Santa Cristina de Ribas de Sil. Aunque el más famoso es el de Santo Estevo de Ribas do Sil, antiguo monasterio benedictino hoy reconvertido en parador de turismo. Pero la Ribeira Sacra no es solo un lugar para visitar monasterios y parajes escarpados. Es también el nombre de una denominación de origen donde se hacen magníficos vinos tintos y sobre todo blancos con uva mencía. Cepas que pueblan las terrazas abancaladas del Sil y del Miño desde hace 2.000 años.
Si hubiera que elegir un pueblo como referencia arquitectónica de las Rías Baixas, este sería Combarro. En torno a la rúa del Mar, calle principal de la localidad, se suceden docenas de hórreos y cruceiros que miran a la ría, algunos construidos sobre la roca viva. Una concentración difícil de ver en otra parte de Galicia y que mereció la declaración de Conjunto Histórico Artístico. El paseo está repleto de tabernas donde los mejillones, navajas y berberechos saben a gloria. Cerca, en dirección Pontevedra, queda el monasterio de San Xoan de Poio, con un hermoso claustro renacentista —el claustro de las procesiones— y un delicioso entorno de mar.
Compostela se hace en torno a la campana, decía Torrente Ballester. La campana inunda la ciudad de Santiago de Compostela de tonos de bronce, y la piedra de las iglesias, los conventos y los palacios, animada por ese tañir interminable, destila la humedad y la nostalgia de una ciudad sumida en la niebla. Compostela es única. Y a diferencia de otras ciudades famosas, la exclusividad de la capital gallega viene reflejada por lo que esconde, por lo que no es. Compostela no es una ciudad museo, pese a ser Patrimonio de la Humanidad. No es una explosión de vanguardia, aun siendo sede del Centro Galego de Arte Contemporaneo. Santiago de Compostela es la patria de la contradicción, una ciudad vieja nacida de un camino de peregrinación en la más alta Edad Media, donde bulle la nueva Galicia. Una ciudad vieja cuya planimetría no ha cambiado en 200 años que confluye siempre en la plaza del Obradoiro, el corazón copérnico de Compostela. Un espacio desmedido, pensado más para acogotar al humilde peregrino y mostrar las desmesuras del poder arzobispal que como intercomunicador de los trasiegos urbanos. Desde el centro de la plaza, rodeado por un escenario pétreo hecho para acogotar al viajero, uno siente que, en efecto, Compostela es única.
Hacia el año 931 se edificó una abadía benedictina junto a la cueva donde estaban enterrados los restos de San Millán, un eremita de la cercana localidad de Berceo. Era el monasterio de Suso, del que solo se conserva la iglesia mozárabe. En la biblioteca de este monasterio se encontró un códice latino, el Aemilianensis 60, en cuyos márgenes uno de los monjes había escrito unos apuntes en lo que podemos considerar protocastellano, además de en vasco. Son las primeras palabras escritas en romance castellano que conocemos. Suso es uno de esos lugares donde el visitante siente cómo los escalofríos de la historia se le agolpan en la piel. Las humedades del tiempo impregnan la sencillez de la cubierta mozárabe y en el atrio, con un poco de imaginación, aún puede verse el aura de Gonzalo de Berceo leyendo sus primeros versos en román paladino. Más tarde se construyó en la llanura inferior un nuevo recinto más grande y práctico para acoger los restos de San Millán y a la comunidad monacal. Es el monasterio de Yuso (de abajo), cuya factura actual data del siglo XVI, en manifiesto estilo herreriano, con añadidos posteriores. Del gran conjunto destaca la iglesia, la sacristía —bellamente decorada— y los marfiles románicos con los relicarios de san Millán y san Felices. Una visita imprescindible en La Rioja.
La estampa de Ochagavía, la localidad más pintoresca del valle de Salazar, sigue igual de bucólica y sugerente que siempre. Un entramado de recios casones de sillar de piedra, auténticas fortalezas de la tradición familiar, con sus ventanales rojos, sus macetones de flores y sus escudos nobiliarios tallados en piedra. Ochagavía está en el Pirineo navarro, en la confluencia de los ríos Anduña y Zatoya, muy cerca de la selva de Irati, una misteriosa e impenetrable jungla de bosque autóctono (haya, roble, abeto blanco) que baja desde el pico Orhi y se desparrama por ambas orillas del cauce del Irati, uno de los hayedos más extensos y mejor conservados de Europa. La selva de Irati es una de esas sorpresas que el viajero suponía extinguidas en el tiempo. Solo su condición fronteriza y poco accesible y la tala selectiva que se ha llevado a cabo explica esta inexplicable espesura del bosque de Irati, un lugar privilegiado para los paseos a pie o en bicicleta por una de las manchas forestales más vírgenes del Pirineo.
Aranjuez es un invento de Felipe II, que harto de los calores de la corte madrileña, mandó planificar un real sitio, un lugar de esparcimiento destinado solo a la corte, en un paraje fresco y de abundante caza a orillas del Tajo. Una especie de parque temático de la buena vida cortesana donde se cocieron durante siglos las intrigas del reino y que fue creciendo con sus sucesores. A Felipe V, rey francés y por tanto de supuesto buen gusto y querencia hacia los placeres epicúreos, le encantó el lugar y lo convirtió en centro de la vida social de la corte durante la primavera y el verano. Fernando VI y Carlos III también aumentaron su superficie y su riqueza. El palacio se terminó en época de Carlos III. Los Jardines de Aranjuez impresionan por su tamaño y magnificencia, y eso que solo son un reflejo de lo que llegaron a ser. Cada monarca hizo construir en ellos las más extravagantes iniciativas para ensalzar y dar vida a estas zonas ajardinadas, antiguos cotos de caza. Hoy se visita, además del palacio, el Jardín del Parterre, de clara influencia francesa, y el Jardín de la Isla, que llega hasta la ribera del Tajo y está lleno de senderos que surcan bosques de árboles centenarios.
Más de 2.500 años de historia contemplan las ruinas, fortificaciones, murallas, castillos e iglesias de Cartagena, la vieja Cartago Nova, fundada por el cartaginés Asdrúbal como contrapunto del poder romano en el Mediterráneo. Pocas ciudades peninsulares pueden jactarse de un pasado tan dilatado y glorioso como este puerto natural del Mediterráneo por el que han pasado fenicios, bizantinos, cartagineses, romanos y árabes, entre otros. De toda su ofertas monumental destaca el Teatro Romano, descubierto de manera casi milagrosa al demoler la antigua casa palacio de los Condes de Peralta. Un gran espacio escénico que reposaba olvidado debajo del casco viejo de Cartagena: para devolverlo a la luz hubo que hacer desaparecer un barrio entero de casas viejas. Impresionante por su tamaño y por su estilo constructivo, el teatro Romano se ha convertido en uno de los ejes culturales y monumentales de la ciudad. El modernismo, un movimiento artístico de finales del XIX y principios del XX, cargado de estilismo, delicadeza y guiños hacia los elementos naturales, dejó también una amplia huella en Cartagena. De esa fecha son el espectacular Ayuntamiento, el palacio Pedreño, la casa-palacio de Pascual Riquelme o la casa Llagostera. Una visita imprescindible en la Región de Murcia.
Le llaman la Ciudad del Sol porque en este rincón del valle del Guadalentín, paso clave en las comunicaciones entre Levante y Andalucía, abundan los días sin nubes. Es una de las ciudades monumentales de la Región de Murcia, con larga y compleja historia. Hay que destacar el casino, ecléctico recuerdo de tiempos pasados; sus muchas mansiones solariegas, como la de los Moreno, hoy convertida en museo Arqueológico, o el Palacio de los Guevara, la mejor obra de la arquitectura civil barroca murciana. Donde mejor ha quedado grabado el esplendor de Lorca es en las piedras añejas de la plaza de España. El conjunto lo preside la enorme figura de la iglesia de San Patricio, puro barroco murciano, y lo cierran el palacio del Corregidor, que alberga ahora los juzgados, y el Pósito, el antiguo almacén de grano. El castillo, reconvertido en parador de turismo, perteneció a la línea fronteriza cristiana con el vecino reino nazarita de Almería y Granada.
La imagen del nuevo Bilbao. El emblema que toda ciudad hubiera querido tener para si. El museo diseñado por el arquitecto Frank O. Gehry fue el eje sobre el que se armó la reconversión de la capital vizcaína desde una urbe gris e industrial a una ciudad abierta, cosmopolita y turística. Su famoso exterior a base de planchas de titanio quiere mostrar la fuerza, la independencia y la tradición industrial de Euskadi. El interior es otra soberbia demostración de cómo jugar con los espacios. Hay una colección permanente con las obras más representativas del arte moderno desde la Segunda Guerra Mundial, auspiciadas por el mecenas norteamericano Solomon R. Guggenheim. Y salas de exposiciones temporales donde tienen cabida las vanguardias más atrevidas del arte moderno. Sus jardines, el paseo y el puente sobre la ría y la colección de esculturas al aire libre que lo rodean se han convertido en el mejor escenario urbano para disfrutar de este nuevo Bilbao.
La capital alavesa es una ciudad tranquila, pacífica y ordenada cuya vida social gira siempre en torno a la plaza de la Virgen Blanca, un espacio irregular, tanto en su forma como en su perfil, en cuyos pliegues se almacena todo el sentir histórico de la ciudad. Aquí se citan los amigos, las cuadrillas y los enamorados; por aquí pasan a diario al menos media docena de veces todos los vitorianos y aquí dejan correr el tiempo los jubilados al sol cálido de las mañanas otoñales, mientras el ritmo humano de la villa se cuela entre los arcos de la plaza de España y las piedras desgastadas que suben hasta la ciudad vieja. Esa ciudad vieja, a la que los vitorianos llaman el casco medieval, empieza en la plaza del Machete, conocida así porque en ella se ajusticiaba a los prisioneros en el medievo y juraban su cargo los procuradores generales. El caso medieval es un curioso entramado urbano con forma de almendra donde las iglesias y los palacios se apiñan en torno a calles de piedra vieja con nombres tan evocadores como Cuchillería, Pintorería, Zapatería o Correría. Con las piedras de la muralla que rodeaba esta almendra medieval se construyó la catedral vieja de Santa María. El templo, que domina con su silueta el horizonte del casco antiguo, tiene escrita en sus entrañas la historia de Vitoria. Aprovecha, también, para disfrutar de sus bares de pintxos.
Además de por sus fiestas sexenales, Morella es famosa por su impactante silueta cuando se la ve desde la carretera que viene de Vinaroz, con su recinto amurallado coronando una montaña puntiaguda. También lo es por la perfección de su casco monumental, que se adapta como un guante a las irregularidades y los escarpes de la montaña. Morella es la capital de la comarca de Els Ports y una de las ciudades más atractivas del arco mediterráneo. La ciudad amurallada envuelve como una bufanda las rocosas laderas de la montaña: por su calles, más que caminar, se trepa. El paseo puede empezar en cualquiera de las seis puertas que horadan los dos kilómetros y medio de muralla: la de Sant Mateu, Sant Miquel, del Rei, dels Estudis, de la Nevera, de Forcall o de Ferrissa. Por una u otra se terminan dando con la calle Blasco de Alagón que con sus bajos porticados es la más pintoresca y transitada. Siempre en ascenso (Morella es una ciudad de cuestas) van quedando a un lado y a otro casonas blasonadas, palacetes e iglesias como la de Sant Nicolau (hoy museo del Sexeni) o Santa María la Mayor, la gran obra religiosa de la ciudad. La ascensión termina en el castillo, con su estructura de recintos concéntricos y una vista inconmensurable sobre la comarca dels Ports.
Podría optar con éxito al título de localidad más bonita de la Costa Blanca. Situada en la comarca de la Marina Baixa, Altea es una de las pocas ciudades costeras de la Comunidad Valenciana que supo conservar un tanto de sabor añejo y un mucho de construcciones tradicionales en su casco antiguo, mientras todo alrededor sucumbía al desarrollismo playero más salvaje. La vieja Altea, encaramada en un cerro, es el referente artístico y cultural de toda la comarca. Un compacto mar de paredes blancas y tejas morunas parece abrazar toda la montaña. Por encima sobresalen las dos cúpulas de tejas azules y blancas de la iglesia de Nuestra Señora del Consuelo, «las cúpulas del Mediterráneo». En las noches de verano, carentes de tráfico (el coche hay que dejarlo fuera), las calles empinadas de esta vieja Altea se transforman en el escenario soñado por todos de lo que debió —o debería— ser un pueblo costero mediterráneo.
Ceuta es mucho más que un sitio para ir de compras baratas. Sus murallas de los siglos XVI y XVIII son uno de los complejos defensivos más interesantes y bien conservados de esta parte del Mediterráneo. Y de los más originales: las dos líneas de muros están separadas por un foso inundado —y navegable aún hoy en barcas de recreo— donde se unen las aguas del Atlántico y el Mediterráneo. La parte más antigua de la fortaleza, la que da a la plaza de África, fue construida por los portugueses. Más tarde la corona española levantaría la segunda línea de fortificación, la que está orientada a la ciudad moderna extramuros. Uno de estas construcciones españolas, el revellín de San Ignacio, alberga ahora museo de la Ciudad. La Virgen de África, patrona de la ciudad, vigila desde la muralla vieja el paso de los barcos que surcan el foso.
Lo primero que ve el viajero cuando llega a Melilla es una fachada blanca y luminosa que poco tiene de diferente con las que se acaban de dejar en la Península. Para decepción de turistas impacientes, la primera impresión que ofrece Melilla no es de africanidad, sino la de un trozo de Andalucía trasladado a la otra orilla del Mare Nostrum con su plaza de toros, su pescaíto frito, sus bares de tapeo, sus vírgenes, sus casas encaladas de blanco hiriente y sus casetas de feria, donde, al llegar las fiestas patronales de septiembre, se bailan sevillanas y se bebe fino y manzanilla de Sanlúcar hasta la extenuación. Pero es una visión fugaz. Melilla es una ciudad viva y mestiza en la que conviven cuatro religiones y cuatro lenguas. El monumento más representativo es la ciudadela o ciudad vieja, un conjunto fortificado que, además de ser uno de los más sólidos y mejor conservados del Mediterráneo, ofrece la particularidad de estar aún habitado. En medio, entre el puerto y la frontera con Marruecos, queda la ciudad moderna y modernista, gracias a la obra de un joven arquitecto, discípulo de Gaudí, Enrique Nieto, que convirtió la ciudad africana en un voluptuoso arrebato de arquitectura art noveau, que si ya destacarían en la península, visto al otro lado del Estrecho, acentúa aún más el carácter único del enclave melillense.