Si tuviera que quedarme con uno solo de mis viajes sería el de la Antártida. El fin del mundo, la única 'terra ignota' de los mapas y, para la inmensa mayoría de viajeros, el sueño más deseado. Esta es la crónica fotográfica de mi viaje a la última glaciación.
Actualizado por Paco Nadal el 05 de septiembre de 2023.
Mi viaje a la Antártida empieza aquí, en Ushuaia, el escenario perfecto para una aventura de semejante calado. Ushuaia es la ciudad más austral del mundo, un lugar de frontera, bañado por una luz gris y espectral, levantado por Argentina en la ribera norte del canal de Beagle sobre un antiguo poblado yagán para facilitar la colonización de su parte de Tierra del Fuego. Las escasas navieras que viajan a la Antártida tienen su base aquí, así que este es el puerto de salida para casi todas las aventuras al continente helado.
Desde Ushuaia hay 150 kilómetros en línea recta al cabo de Hornos. Y desde allí a la Antártida, otros 900 kilómetros de la más absoluta nada. Pero para salir a mar abierto antes hay que cruzar el canal de Beagle, el paso entre el océano Atlántico y el Pacífico a la altura del paralelo 55 descubierto y cartografiado por la expedición del bergantín HMS Beagle, al mando del capitán Robert Fitz-Roy entre 1826 y 1830. Por cierto que en el segundo viaje a esta zona del HMS Beagle iba a bordo un naturalista novato que pasaría a la historia: Charles Darwin, quien empezó a pergeñar su teoría de la evolución en este confín del mundo. Desde el interior del canal, las cordilleras picudas y pintadas de blancos neveros se aprecian aún más desafiantes. En los islotes rocosos que salpican la travesía se ven colonias de leones marinos, pingüinos patagónicos, petreles y grandes albatros. En la ribera sur del canal está Puerto Williams, la base naval chilena que da soberanía a la porción de Tierra de Fuego de este país.
Para llegar a la Antártida en barco hay que pasar antes una dura prueba: el paso de Drake. Las 480 millas náuticas (900 kilómetros) que separan el cabo de Hornos (el fin de América por el sur) y el extremo norte de la península Antártica, la primera tierra del continente helado. Las 480 millas náuticas más traicioneras del mundo. Olas y tormentas sin parangón que mandaron a pique a los innumerables galeones, bergantines y goletas que intentaron pasarlo cuando aún se navegaba a vela.
Superado el paso de Drake, la primera tierra antártica que vemos es el archipiélago de las Shetland del Sur, paralelo y cercano a la costa de la península Antártica. La tripulación arría las lanchas neumáticas del Fram y nos disponemos a vivir el momento soñado: poner pie por primera vez en el continente helado. Y lo hacemos precisamente en la isla de Livingston, la primera costa de la Antártida que avistó el ser humano. Ocurrió en 1819, cuando el barco de un tal William Smith, que cubría la línea regular entre Montevideo y Valparaíso, fue lanzado al sur por una tormenta y se topó por casualidad con esta masa de hielo. Cuando Smith llegó a las Shetland habitaban aquí un millón de focas y leones marinos. En solo tres veranos los cazadores los exterminaron a todos. ¡Amanecer en un paisaje como este justifica todas las olas y tempestades del paso de Drake!
Una de la islas más curiosas de las Shetland del Sur es isla Decepción. Como veréis en la foto, no está cubierta por completo de hielos. ¿Por qué? Pues porque es un volcán activo (uno de los tres que hay en la Antártida) y el calor interno de la tierra derrite los hielos. Vista desde el aire se aprecia su forma de cráter rodeado de tierra emergida. En isla Decepción está la base Gabriel de Castilla, una de las dos que tiene España en la Antártida para la investigación científica.
Durante 10 días estuvimos navegando en paralelo a la costa continental antártica, fondeando frente a lugares emblemáticos a los que descendemos en las lanchas neumáticas auxiliares del barco. La Antártida es la tierra más inhóspita del mundo: catorce millones de kilómetros cuadrados de superficie —más que toda Europa— formados solo por hielo y roca. No hay vida en su interior, no hay ciudades, no hay puertos, no hay un solo árbol. No hay huella humana más allá de unas bases científicas. Pero precisamente por eso es un territorio frágil. El Tratado Antártico, el acuerdo internacional aprobado en 1959 y ratificado hasta la fecha por 49 países (entre ellos, España) declara la Antártida «Reserva Natural, consagrada a la paz y a la ciencia» y prohíbe todo tipo de extracción de minerales, así como otras actividades económicas.... excepto el turismo.
En la isla Paulet, en el extremo noroeste de la península Antártica, desembarcamos en medio de una de las colonias de pingüinos de Adelia más grandes del continente: 200.000 parejas de graciosos seres vestidos de frac pululan por la playa de guijarros tratando de sacar adelante su prole antes de que regrese el mortal invierno. Paulet es un cono de cenizas de un antiguo cráter de 353 metros de altitud. El calor geotérmico de la última actividad (que ocurrió al menos hace mil años) mantiene despejado de hielo la cima de la isla, por eso a los pingüinos les gusta venir aquí, porque pueden empezar a criar desde los inicios de la primavera austral.
Otra de las visitas imprescindibles. En la isla Wiencke esta encuentra esta antigua estación militar y científica británica construida en 1942 que, tras su abandono, se restauró de manera minuciosa, con los enseres e instalaciones originales, para convertirla en museo. Es uno de los lugares más visitados de la Antártida porque permite sentir la dura realidad de una época de exploraciones polares ya pasada.
Aunque no vuelen, los pingüinos son aves. Y aunque los veamos en tierra, se les considera animales marinos porque pasan la vida en el mar, pescando. Solo suben a tierra un par de meses al año, durante el verano austral, para el apareamiento, puesta de los huevos y cría de sus bebes. Es precisamente en esa parte de su ciclo vital en la que se encuentran los pingüinos barbijo, adelia y corona blanca que se ven en la Antártida. Así que cada desembarco en tierra que hacemos se convierte en una especie de visita a una maternidad de pingüinos en diferentes fases de cría.
Aunque son los más grandes, los más fotogénicos y los más famosos, es muy difícil que en un viaje en barco a la Antártida puedas verlos. Los emperador viven en el interior y son los únicos pingüinos que permanecen y crían en la Antártida durante el invierno. Su curioso sistema de reproducción les ha hecho mundialmente célebres: la hembra pone un solo huevo que empollan entre las patas, alternándose tanto el macho como la hembra, en un entorno de lo más hostil, a 40º bajo cero y con vientos huracanados en la noche del invierno austral. Mientras uno protege el huevo, el otro viaja a la costa para alimentarse, pudiendo hacer desplazamientos de hasta 500 kilómetros. Cuando vuelve, cambian los roles, y es el que empollaba el que emprende entonces el largo viaje a la costa. Un caso único en el reino animal.
El interior de la Antártida es un desierto blanco. Pero además, y en contra de la creencia popular, es el desierto más seco del mundo. Por una combinación de factores meteorológicos y geográficos, en la Antártida llueve menos que en el Sáhara. De hecho, en algunas zonas del continente se ha demostrado que lleva dos millones de años sin llover. Los tres kilómetros de espesor de hielo que cubren el continente se han formado por la congelación de pequeñas gotas de humedad del aire durante millones de años. La travesía del interior de la Antártida es uno de los mayores retos para el ser humano y son muy pocos los que lo han conseguido. Entre ellos, el español Ramón Larramendi a bordo de un trineo polar tirado por cometas de su propia invención.
Sin embargo, la costa —sobre todo, la de la península Antártica— es una explosión de vida: miles y miles de pingüinos, focas, elefantes, ballenas, lobos marinos y aves de muchas especies habitan estas aguas frías, pero ricas en krill y plancton, la base de la cadena alimentaria marina. Por eso, los primeros exploradores que se quedaron atrapados aquí pudieron sobrevivir inviernos enteros sin víveres. Siempre que no le tuvieras aprensión a la carne de pingüino, podías morir de frío, pero no de hambre.
Desde la borda de las embarcaciones es frecuente ver las grandes colas de las ballenas y sus lomos arquearse antes de exhalar un chorro de agua y volver a hundirse. Las aguas antárticas son ricas en krill, unos diminutos crustáceos que por millones de toneladas habitan en estas aguas frías y constituyen la base de la alimentación de los grandes cetáceos. Las más abundantes son las ballenas minke, del grupo de los rorcuales (unos 11 metros de tamaño medio), pero también vienen hasta aquí para alimentarse las ballenas azules (el animal más grande del mundo, hasta 27 metros), las yubartas o jorobadas y muchos tipos de rorcuales, además de orcas y cachalotes.
En la Antártida, mires hacia donde mires, solo verás cimas nevadas, glaciares, icebergs y llanuras de hielo nunca pisadas por el ser humano. Una fotografía en colores del último periodo glacial del Cuaternario. Un envoltorio salvaje que te hace sentir vulnerable y pequeño, pero libre.
La Antártida nunca fue colonizada por el ser humano. Y su única presencia actual se limita a las bases científicas que, según el Tratado de la Antártida, pueden instalar los países que lo deseen y se adhieran al tratado. Sobre el papel, la misión de estas bases es realizar «estudios ambientales, biológicos, climatológicos, geológicos, marinos e incluso espaciales», estando terminantemente prohibido los fines militares o las pruebas de armamento. Pero la realidad es que muchos países las mantienen por si en un futuro se abre el reparto de la Antártida y se plantean reclamaciones territoriales. Solo así se explica que Argentina tenga trece bases, siete de ellas permanentes. Y Chile, nueve (cuatro, permanentes) más cinco refugios. España tiene dos. La más antigua es la base argentina de las islas Orcadas del Sur, que funciona desde 1904. La más grande es McMurdo, de EE.UU., donde viven permanentemente 250 científicos y sus familias.
Este es el barco en el que navegué hasta la Antártida, el Fram, de la compañía noruega Hurtigruten. Como la Antártida no es de nadie, tampoco hay una regulación de la actividad turística. Por eso la IAATO (International Association Antarctica Tours Operator), la asociación que reúne a las empresas del sector turismo que ofrecen viajes a la Antártida, estableció unas férreas normas de autoconducta que son de obligado cumplimiento entre sus miembros. Por ejemplo, no pueden acercarse al continente con barcos de más de 400 pasajeros, no pueden desembarcar más de 100 personas a la vez, no pueden coincidir dos barcos en el mismo punto, hay que limpiar con aspiradoras todos los bolsillos de la ropa y bolsas de cámaras que los viajeros vayan a usar en tierra, etc.
He tenido la fortuna de recorrer casi todo el mundo. Pero si me tuviera que quedar con uno solo de los lugares que he conocido no lo dudaría: la Antártida. En este vídeo te explico el porqué.